La
lluvia
repiqueteaba como un tambor en semana santa sobre las tejas de
arcilla del desordenado cobertizo. Hacía un día de perros. La
lluvia intensa había derivado en tormenta y el cielo se había
plagado de nubes negras oscureciéndolo todo. Los charcos reflejaban
una realidad confusa y de negrura infinita al igual que sus ojos
inyectados en sangre. Dejó el gancho metálico ensangrentado
apoyándolo con mano temblorosa sobre el saco de maíz que él mismo
había traído unos días atrás y salió de la propiedad caminando
muy despacio, dejando que la lluvia intensa borrara las huellas de
sus actos y refrescara su mente. Necesitaba sentirse limpio otra vez.
Cruzó los campos de cereal mientras el cielo retumbaba entre
destellos de luz. Se perdió entre los altos y verdes pinos cuyas
agujas y piñas caían por doquier desde sus ramas agitadas por el
viento. Cruzó el riachuelo y allí, en el molino en el que trabajaba
de forma intermitente se quitó la ropa empapada en la que todavía
se podían apreciar algunas manchas oscuras. Hizo con ellas una bola
y las arrojó al regato, que fluía veloz entre las rocas de color
gris oscuro tiznadas en alguna de sus caras de un verde grisáceo.
Observó como aquella pelota de lino y algodón se iba poco a poco
deshaciendo en cada golpe y requiebro alejándose del puente de
madera en el que, bajo el intenso aguacero, el joven molinero
esperaba a su destino en pie. Sabía las consecuencias que tendrían
sus actos pero ya todo le daba igual.
Le
encontraron el día siguiente al alba. La lluvia había cesado y su
búsqueda terminó tan pronto como empezó. Estaba en el molino, el
primer sitio en el que buscarían, tapado con algunos sacos vacíos.
Arrinconado junto a la pila de grano. No se resistió, ni siquiera
protestó o hizo un mal gesto cuando cayó el primero de los muchos
golpes. Tenía la mirada perdida y el rostro lívido. Aquellos rudos
hombres de manos fuertes y curtidas por el duro trabajo en el campo
no tuvieron el menor atisbo de piedad con su cuerpo. Por suerte para
él, su mente hacía horas que no estaba allí. Se había refugiado
en un lugar de su memoria en el que Clara todavía paseaba feliz
entre los campos de cultivo de su padre, recogiendo flores silvestres
y moras. Leyendo plácidamente bajo un abedul junto al molino.
Estaba
oscuro. Tan solo un par de líneas de luz en las que flotaban
partículas de polvo entraban como cuchillas entre las rendijas que
dejaba la madera vieja y retorcida de una puerta al fondo de la
habitación. No había lugar de su cuerpo que no le doliera. Incluso
el más mínimo movimiento para acomodarse le resultaba
insoportablemente doloroso. Le habían dejado con vida de momento, lo
cual posiblemente no fuera tan buena noticia. El señorito Manuel,
hermano de Clara y heredero del viejo señor, era una persona con la
que a nadie le gustaría tener problemas. Siempre había abusado de
su posición, desde muy pequeño, y ahora que su padre ya no estaba
era dueño y señor de todo el valle. Su arrebato de venganza y
dignidad trasnochada había condenado a todo el pueblo a una vida más
dura de la que ya tenían. Cualquiera de sus vecinos, analizando con
calma lo ocurrido y sus consecuencias estaría en indiscutible
derecho a darle una paliza o incluso a acabar con él sin miramientos
y sin esperar ser reprendido por ello. Su vida ya no tenía ningún
valor, pero por desgracia y a pesar de todo, seguía siendo suya.
Hubiera preferido mil veces que se les hubiera ido la mano la mañana
anterior en el molino. Ahora estaba a expensas de lo que el nuevo
señor encontrara oportuno hacerle.
El
crujido de los goznes y el chirrido espeluznante de la madera
arrastrándose por la piedra de paso le despertó. La luz del
mediodía entraba a raudales cegándole y haciendo que tan solo
distinguiera una silueta oscura que se le acercaba lentamente.
Solamente cuando una mano suave pero dura de uñas largas y cuidadas
que se clavaban en sus mejillas le sujetó supo de quien se trataba.
Manuel había llegado a casa.
-
Hola, molinero. Hacía mucho que no nos veíamos.
El
chico no dijo nada, ni siquiera se quejó por el dolor insoportable
que estada sintiendo en su mandíbula destrozada. Apretaba los ojos y
los puños, impotente.
-
Que un mierda como tú se follara a mi hermana ya es de por sí una
vergüenza para la familia. Que la dejaras embarazada fue algo
totalmente inaceptable y acabó, por desgracia, siendo su triste fin
con todo lo que eso supone pero, todavía tuviste las santas pelotas
de regresar y vengarte… - Su mano apretó un poco más. Las
lágrimas de dolor corrían por las mejillas del molinero. – No voy
a negar que tienes huevos. Escúchame bien. - le dijo el señorito
acercando su cara a un palmo de la de él - Pude aceptar que amaras a
mi hermana mientras solo fuera eso, un romance juvenil, sin niños de
por medio ni otras complicaciones. – El molinero le observaba ahora
con su único ojo funcional, el derecho. El otro estaba tan hinchado
que era incapaz de abrirlo. – Tras lo del embarazo, si todo hubiera
salido como mi padre había previsto, podría haber dejado correr
todo el asunto y ni siquiera intentar buscarte por los bosques para
arrancarte la piel a tiras. Lo habría hecho. Incluso a pesar de que
mi padre te quería muerto yo no tenía nada en tu contra. Quería
demasiado a mi hermana y conocía sus sentimientos. Pero luego…
luego decidiste que no era suficiente para ti. Decidiste que tú, un
pobre aprendiz de molinero sin familia, tenías derecho a ejercer
como juez y verdugo en un asunto que te venía demasiado grande. Como
heredero del valle y señor de todo este territorio, me veo obligado
a hacer justicia y a mostrar ante todos los que habitan en mis
tierras un ejemplo de lo que les puede pasar si cometen alguna
tropelía. Y ten por seguro que lo que van a ver va a conseguir que a
nadie se le ocurra volver siquiera a protestar. – Sonrió enseñando
los dientes apretados mientras decía esto último. – Los tiempos
de paz y libertad de mi padre se han acabado. Ahora mando yo y todo
va a cambiar por aquí. El domingo, dentro de tres días, voy a
llevarte al adro de la iglesia, y cuando todo el mundo esté allí
para el oficio recibirás tu castigo.
Le
soltó dándole un ligero empujón. El suficiente para que cayera de
nuevo sobre la tierra dura con su espalda y volviera a sentir que le
faltaba el aire. Lo vio alejarse de nuevo. Una silueta negra
enmarcada por la luz del día que penetraba por la puerta. La cerró
con un golpe brusco que resonó durante un leve instante. Una vez
estuvo solo y consciente de donde se encontraba valoró con calma los
daños en su cuerpo. La mandíbula estaba mal, sentía un dolor
terrible al intentar apretar los dientes, de los cuales le faltaban
varios. No veía nada por el ojo izquierdo y el derecho también
estaba hinchado, nariz rota, chichones varios… Tenía el cuerpo
lleno de cardenales pero el que más le preocupaba era uno que tenía
en un costado. Tenía muy mal color y además le faltaba el aire si
apretaba lo más mínimo. Sin duda tenía alguna costilla rota. En
ese estado intentar huir era una locura. Aunque encontrara un lugar
por el que escabullirse todavía le faltarían unos cuantos
quilómetros de campos, bosques y terreno escarpado de montaña hasta
poder encontrarse a salvo. Pero más allá de todo eso, el joven
molinero tenía un problema más grande, no tenía ninguna razón
para seguir viviendo.
El
día que se la llevaron para intentar arrancar a su hijo de sus
entrañas ni siquiera había podido hablar con ella. La vio subirse,
desde lejos, en el flamante automóvil que el señor había adquirido
en la capital. Aquella máquina ruidosa y antinatural que espantaba a
los animales y producía un humo horrible. Corrió a través de los
campos pero el cereal estaba muy alto y aquella maldita máquina era
rápida, demasiado rápida. No volvió a verla más, y cuando llegó
a sus oídos que había fallecido y que el señor tenía pensado
liquidarle a él como culpable de todo huyó. Cruzó el bosque hasta
que se encontró con la roca viva de la montaña. Buscó una zona por
la que cruzarla pero, al llegar la noche todavía podía ver las
luces de la casa grande. Una cueva húmeda y oscura le proporcionó
refugio. Esa noche tuvo tiempo de pensar en lo que sería su vida a
partir de ese instante. Una vida de permanente huida pues el señor
no descansaría hasta darle caza, una vida sin aspiración ni sentido
porque Clara ya no estaba, una vida de odio hacia quien había
propiciado su muerte y la de su hijo. Decidió que se quedaría allí
unos días, esperando a que todo ese revuelo inicial se apaciguara y
la búsqueda fuera llevada con algo más de calma. Observaba desde lo
alto, agazapado, como las batidas le buscaban sin muchas ganas por
bosques y prados de hierba alta. Un par de semanas más tarde todo
ese bullir frenético se había ido diluyendo. Una tarde, hambriento,
bajó hasta su molino, comió manzanas que robó de los árboles del
señor y esperó con paciencia infinita a que cayera la noche
agazapado entre unas rocas junto al río.
La
luna era una gran bola rojiza ligeramente empañada por unas finas
nubes que observaba todo desde lo alto. Se deslizó por entre los
cultivos de cereal hasta que el pazo del señor Guzmán estuvo a unos
doscientos pasos. Conocía el pazo a la perfección y conocía las
costumbres del señor. La luna había quedado oculta tras las nubes
hacía un buen rato y antes de que lograra llegar al muro exterior
comenzó a llover con fuerza llenando de barro y charcos todo a su
alrededor. La oscuridad tan solo se veía rota por la temblorosa luz
que procedía de las ventanas de la casa y de cuando en cuando, por
un relámpago que cruzaba el cielo tras los bosques. La tormenta se
acercaba y sus pies mojados chapoteaban sobre los charcos y el barro
del camino, pero la misma lluvia que los formaba, con su sonido
constante ocultaba sus pasos. Trepó por el muro con sigilo,
sintiendo el dolor y el frio en sus manos al aferrarse a la piedra
dura y mojada. Una vez dentro se deslizó pegado al muro hacía el
cobertizo donde guardaban habitualmente el automóvil. Ese día no
estaba allí, lo habían dejado en el centro del patio empedrado.
Quizá la lluvia los había cogido por sorpresa al igual que a él.
Se ocultó tras unos sacos de harina. Tenía mucho frío y el odio se
combinaba en esos momentos con el temor a ser descubierto antes que
lograra tener al señor frente a frente. Había ensayado el discurso
cien veces mientras estaba en el bosque. Lo había retorcido y
retorcido cada día más mientras lo soltaba como un murmullo tenso
mientras hacía cualquier cosa. Minando su estado de ánimo hasta una
creciente enajenación en la que su objetivo vital era acabar con
aquel hombre tras decirle todo lo que pensaba. Hablaba solo incluso
cuando dormía, revolviéndose en su rústico jergón de ramas, musgo
y hojas secas. Su mente estaba a punto de llegar a un lugar del que
ya no saldría.
Avanzaba
la lluviosa madrugada cuando el último de los hombres se fue a
dormir a una de las edificaciones separadas del núcleo central que
formaban la casa y un par de cobertizos grandes. El molinero
aguardaba en su escondite a que llegara la mañana y el señor, según
solía hacer los lunes temprano, bajara al pueblo en su automóvil
para ir al mercado. Para su sorpresa y suerte, el primero en salir
ese día fue el propio señor, y además, a unas horas poco
habituales.
El
señor Guzmán, cansado de dar vueltas en la cama sin ser capaz de
pegar ojo acercó su rostro a la ventana de su habitación. La
tormenta estaba prácticamente encima y los rayos había prendido
fuego en una zona alta de la montaña. Se dio cuenta en ese instante
de que había dejado su vehículo a la intemperie. Se calzó sus
botas sin atarlas y se cubrió con su abrigo para bajar él mismo a
meter el auto en el cobertizo. Ya era demasiado tarde para despertar
a Ricardo, su hombre de confianza, al que había tenido despierto
casi día y noche organizando la búsqueda de aquel maldito molinero.
Al salir a la empedrada plaza y sentir el aguacero sobre él se
sintió más afligido y triste si aquello era humanamente posible. La
pérdida de su hija durante la operación era más de lo que su
corazón podía soportar. Se sentía culpable por haber sido tan
permisivo con aquella amistad entre Clara y aquel huérfano al que
había aceptado cuidar el molinero. Quizá la lástima que sintió
por aquel chico cuando él mismo le encontró a los pies de un roble
en una de sus cacerías le impidió cortar de raíz todo aquel asunto
tan escandaloso y desagradable para su familia. Se sentía miserable.
Su hija le había dicho en muchas ocasiones que quería a aquel
muchacho y él no la había tomado en serio hasta que fue demasiado
tarde. Su primera reacción fue intentar salvar el honor de la
familia y alejar a su hija de allí pero todo salió mal. Quizá
porque ella quería tener a aquel niño pues pensaba que sería
suficiente para que vieran al molinero de otra forma. Quizá porque
no quería alejarse de él. Cuando todo se complicó y sufrió
aquella terrible hemorragia no fue capaz de recuperarse. Puede que ya
no tuviera ánimo para seguir viviendo. ¿No era él culpable de todo
ese sufrimiento? Había intentado capturar al chico por puro
despecho, como venganza por algo que en lo más profundo de su alma
sabía que él mismo había provocado. Luego había asumido su error
e incluso había sentido vergüenza por sus actos.
Se
sentó en el asiento empapado y encendió el vehículo. Se encaminó
lentamente hacia el cobertizo, iluminando los sacos y herramientas
con los faros. Aparcó y se quedó allí sentado. Sentía una rabia
sorda aflorando desde el fondo de su corazón. Rabia contra todo y
contra nada. Se sentía simplemente desgraciado e impotente pues lo
que había pasado no podía solucionarse. Las lágrimas se mezclaban
con el agua que descendía de su pelo gris empapado. Se agitó en el
coche, histérico y golpeó con el puño cerrado el volante una y
otra vez.
El
ruido de golpes le espoleó e hizo que abandonara el letargo y
entumecimiento de sus piernas al permanecer oculto tras los sacos. Se
acercó al vehículo rodeándolo por detrás hasta llegar junto a la
puerta del conductor. Allí estaba el señor Guzmán. Parecía ido.
Como si no estuviera realmente allí. El molinero se irguió frente a
la puerta, a una distancia de un par de pasos. Desde allí
pronunciaría su tantas horas estudiado discurso, ante el hombre que
había destrozado su vida y su futuro.
El
señor Guzmán percibió una sombra a su derecha. Nublada su vista
por las lágrimas se frotó los ojos con las mangas de su pijama
mojado. Era aquel pobre chico el que estaba frente a él. Sintió una
mezcla de terror y lástima, al fin y al cabo, la pérdida de su hija
les había destrozado la vida a ambos. Abrió la puerta del coche e
hizo ademán de levantarse pero la manga del abrigo que llevaba sobre
los hombros se quedó atrapada en una de las palancas. Dio la espalda
al chico para desengancharlo pero en cuanto se volvió de nuevo hacia
este y vio sus ojos rojos desencajados y henchidos de odio solo le
dio tiempo de empezar una frase “hijo…”
Un
objeto metálico cruzó ante él como un rayo una y otra vez. Sintió
el sabor de la sangre invadirle la boca y cómo era incapaz de coger
aire o gritar. Vio como todo se teñía de un color oscuro mientras,
tras el chico, los rayos iluminaban un cielo inmisericorde y negro
como su destino.
El
sol había caído tras el horizonte dejando tras de sí un cielo
rojizo anaranjado sobre la silueta oscura de los bosques de pinos. El
molinero seguía encerrado en aquel cuarto, cada vez más hundido en
su ánimo y consciente de que el momento de su ejecución estaba ya
muy cerca. Durante esos pocos días de dolor y encierro había tenido
tiempo para reflexionar sobre todo lo que había sucedido. Recordaba
sobre todo la mirada del viejo señor Guzmán justo antes de clavarle
el gancho en el cuello. No había intentado zafarse, tampoco pelear.
Parecía afrontar su muerte complacido. Como si ya estuviera muerto
en vida. No vio rabia en su rostro sino lástima y dolor. Pero,
¿lástima por él mismo o por el hombre que le estaba arrebatando la
vida? Ese pensamiento se retorcía una y otra vez en sus entrañas
como un parasito inmenso ocupando todo el espacio disponible,
llegando incluso, por momentos, a oprimir de tal forma su diafragma
que impedía su respiración. Aquel hombre era el responsable final
de todo lo que había ocurrido pero, ¿no sufría también él las
consecuencias? El molinero siempre había sido consciente de la
situación y había hablado con Clara muchas veces de lo inapropiado
de su relación a los ojos de su familia, pero ella no estaba
dispuesta a renunciar. Parecía disfrutar desafiando constantemente a
su familia y sobre todo a su padre, que ya la había castigado en
varias ocasiones sin salir de casa durante semanas.
Ahora
era consciente de lo egoísta que había sido en todo momento pues,
queriendo como quería a aquella mujer, debería haberse apartado de
ella y dejar que todo fluyera por los cauces normales. Hablaron
muchas veces de ello pero jamás había tomado una posición firme
sino que en cuanto ella se enfadaba ligeramente volvía a seguirle la
corriente. Quizá por capricho y cabezonería de ella, quizá por la
debilidad de él. El resultado había sido nefasto para todos. Sentía
lástima del señor pues desde siempre se había portado bien con él,
aunque era ya tarde para ello. Sentía lástima por Clara, tan vital
y hermosa… y tan joven. Sentía lastima por los hombres y mujeres
que tendrían que vivir bajo el yugo del nuevo señor. Y sentía
lástima por él mismo. No por la muerte dolorosa que le esperaba a
la mañana siguiente sino por todo lo que había hecho y provocado
con su actitud cobarde, egoísta y violenta. Dos lágrimas
recorrieron su rostro contraído en una mueca de dolor. Un espasmo,
una convulsión. Su rostro lívido y amoratado como una máscara
grotesca. Sabor a sangre en la boca. Puños apretados de nudillos
pálidos.
El
domingo, cuando llegó el alba, los hombres del señorito con él a
la cabeza prepararon todo para el traslado del molinero al pueblo
para su ajusticiamiento. El sol asomaba tras las montañas del este
anunciando un día sin atisbo de nubes en el cielo azul pálido.
Todos los criados, jornaleros y los hijos de estos, incluso los más
pequeños, se habían puesto sus mejores ropas para asistir a la
iglesia y también para ver obligatoriamente cómo recibía aquel
muchacho su castigo. Todo estaba listo. El carro en el que lo
transportarían aguardaba en la plaza con el gran caballo negro de
tiro amarrado y dispuesto. Un grito que procedía del cobertizo
cerrado donde estaba el chico dio la voz de alarma, la gente se
arremolinada en el patio sin saber que era lo que pasaba. El señorito
se habría paso a empujones entre la gente. Ricardo, hombre de
confianza de su padre, salió corriendo en su busca “¡señor,
señor!” Cuando llegó a su lado, los labios le temblaban
ligeramente y los ojos tristes y asustados miraban al suelo.
Todo
se detuvo por un instante. Los hombres y mujeres que se arremolinaban
entorno a ellos se fueron dispersando con un murmullo que se diluyó
cuando en el patio solo quedaron los dos.
El
señorito apretó con rabia los puños, sintió deseos de azotar a
Ricardo pero se contuvo. Le apartó de un empujón y se dirigió a la
puerta del cobertizo. Allí estaba aquel pobre chico tumbado sobre un
costado, con la boca abierta y la barbilla manchada de un color rojo
oscuro. Había una mancha del mismo color en el suelo de tierra dura.
Las moscas campaban a sus anchas por doquier. Se acercó un par de
pasos pero no más. Lo observó durante un instante. Su idea de
ajusticiamiento público ejemplarizante se había ido al traste. Su
familia se había roto y por primera vez sintió el peso de su
destino. Nunca había prestado atención a la gestión de las tierras
y no tenía idea de cómo funcionaban las cosas por allí. Giró
sobre sus pies y salió al patio. Ricardo le observaba con rostro
sombrío. Era su hombre.