viernes, 13 de enero de 2017

EL MOLINO

La lluvia repiqueteaba como un tambor en semana santa sobre las tejas de arcilla del desordenado cobertizo. Hacía un día de perros. La lluvia intensa había derivado en tormenta y el cielo se había plagado de nubes negras oscureciéndolo todo. Los charcos reflejaban una realidad confusa y de negrura infinita al igual que sus ojos inyectados en sangre. Dejó el gancho metálico ensangrentado apoyándolo con mano temblorosa sobre el saco de maíz que él mismo había traído unos días atrás y salió de la propiedad caminando muy despacio, dejando que la lluvia intensa borrara las huellas de sus actos y refrescara su mente. Necesitaba sentirse limpio otra vez. Cruzó los campos de cereal mientras el cielo retumbaba entre destellos de luz. Se perdió entre los altos y verdes pinos cuyas agujas y piñas caían por doquier desde sus ramas agitadas por el viento. Cruzó el riachuelo y allí, en el molino en el que trabajaba de forma intermitente se quitó la ropa empapada en la que todavía se podían apreciar algunas manchas oscuras. Hizo con ellas una bola y las arrojó al regato, que fluía veloz entre las rocas de color gris oscuro tiznadas en alguna de sus caras de un verde grisáceo. Observó como aquella pelota de lino y algodón se iba poco a poco deshaciendo en cada golpe y requiebro alejándose del puente de madera en el que, bajo el intenso aguacero, el joven molinero esperaba a su destino en pie. Sabía las consecuencias que tendrían sus actos pero ya todo le daba igual.
Le encontraron el día siguiente al alba. La lluvia había cesado y su búsqueda terminó tan pronto como empezó. Estaba en el molino, el primer sitio en el que buscarían, tapado con algunos sacos vacíos. Arrinconado junto a la pila de grano. No se resistió, ni siquiera protestó o hizo un mal gesto cuando cayó el primero de los muchos golpes. Tenía la mirada perdida y el rostro lívido. Aquellos rudos hombres de manos fuertes y curtidas por el duro trabajo en el campo no tuvieron el menor atisbo de piedad con su cuerpo. Por suerte para él, su mente hacía horas que no estaba allí. Se había refugiado en un lugar de su memoria en el que Clara todavía paseaba feliz entre los campos de cultivo de su padre, recogiendo flores silvestres y moras. Leyendo plácidamente bajo un abedul junto al molino.


Estaba oscuro. Tan solo un par de líneas de luz en las que flotaban partículas de polvo entraban como cuchillas entre las rendijas que dejaba la madera vieja y retorcida de una puerta al fondo de la habitación. No había lugar de su cuerpo que no le doliera. Incluso el más mínimo movimiento para acomodarse le resultaba insoportablemente doloroso. Le habían dejado con vida de momento, lo cual posiblemente no fuera tan buena noticia. El señorito Manuel, hermano de Clara y heredero del viejo señor, era una persona con la que a nadie le gustaría tener problemas. Siempre había abusado de su posición, desde muy pequeño, y ahora que su padre ya no estaba era dueño y señor de todo el valle. Su arrebato de venganza y dignidad trasnochada había condenado a todo el pueblo a una vida más dura de la que ya tenían. Cualquiera de sus vecinos, analizando con calma lo ocurrido y sus consecuencias estaría en indiscutible derecho a darle una paliza o incluso a acabar con él sin miramientos y sin esperar ser reprendido por ello. Su vida ya no tenía ningún valor, pero por desgracia y a pesar de todo, seguía siendo suya. Hubiera preferido mil veces que se les hubiera ido la mano la mañana anterior en el molino. Ahora estaba a expensas de lo que el nuevo señor encontrara oportuno hacerle.
El crujido de los goznes y el chirrido espeluznante de la madera arrastrándose por la piedra de paso le despertó. La luz del mediodía entraba a raudales cegándole y haciendo que tan solo distinguiera una silueta oscura que se le acercaba lentamente. Solamente cuando una mano suave pero dura de uñas largas y cuidadas que se clavaban en sus mejillas le sujetó supo de quien se trataba. Manuel había llegado a casa.
- Hola, molinero. Hacía mucho que no nos veíamos.
El chico no dijo nada, ni siquiera se quejó por el dolor insoportable que estada sintiendo en su mandíbula destrozada. Apretaba los ojos y los puños, impotente.
- Que un mierda como tú se follara a mi hermana ya es de por sí una vergüenza para la familia. Que la dejaras embarazada fue algo totalmente inaceptable y acabó, por desgracia, siendo su triste fin con todo lo que eso supone pero, todavía tuviste las santas pelotas de regresar y vengarte… - Su mano apretó un poco más. Las lágrimas de dolor corrían por las mejillas del molinero. – No voy a negar que tienes huevos. Escúchame bien. - le dijo el señorito acercando su cara a un palmo de la de él - Pude aceptar que amaras a mi hermana mientras solo fuera eso, un romance juvenil, sin niños de por medio ni otras complicaciones. – El molinero le observaba ahora con su único ojo funcional, el derecho. El otro estaba tan hinchado que era incapaz de abrirlo. – Tras lo del embarazo, si todo hubiera salido como mi padre había previsto, podría haber dejado correr todo el asunto y ni siquiera intentar buscarte por los bosques para arrancarte la piel a tiras. Lo habría hecho. Incluso a pesar de que mi padre te quería muerto yo no tenía nada en tu contra. Quería demasiado a mi hermana y conocía sus sentimientos. Pero luego… luego decidiste que no era suficiente para ti. Decidiste que tú, un pobre aprendiz de molinero sin familia, tenías derecho a ejercer como juez y verdugo en un asunto que te venía demasiado grande. Como heredero del valle y señor de todo este territorio, me veo obligado a hacer justicia y a mostrar ante todos los que habitan en mis tierras un ejemplo de lo que les puede pasar si cometen alguna tropelía. Y ten por seguro que lo que van a ver va a conseguir que a nadie se le ocurra volver siquiera a protestar. – Sonrió enseñando los dientes apretados mientras decía esto último. – Los tiempos de paz y libertad de mi padre se han acabado. Ahora mando yo y todo va a cambiar por aquí. El domingo, dentro de tres días, voy a llevarte al adro de la iglesia, y cuando todo el mundo esté allí para el oficio recibirás tu castigo.
Le soltó dándole un ligero empujón. El suficiente para que cayera de nuevo sobre la tierra dura con su espalda y volviera a sentir que le faltaba el aire. Lo vio alejarse de nuevo. Una silueta negra enmarcada por la luz del día que penetraba por la puerta. La cerró con un golpe brusco que resonó durante un leve instante. Una vez estuvo solo y consciente de donde se encontraba valoró con calma los daños en su cuerpo. La mandíbula estaba mal, sentía un dolor terrible al intentar apretar los dientes, de los cuales le faltaban varios. No veía nada por el ojo izquierdo y el derecho también estaba hinchado, nariz rota, chichones varios… Tenía el cuerpo lleno de cardenales pero el que más le preocupaba era uno que tenía en un costado. Tenía muy mal color y además le faltaba el aire si apretaba lo más mínimo. Sin duda tenía alguna costilla rota. En ese estado intentar huir era una locura. Aunque encontrara un lugar por el que escabullirse todavía le faltarían unos cuantos quilómetros de campos, bosques y terreno escarpado de montaña hasta poder encontrarse a salvo. Pero más allá de todo eso, el joven molinero tenía un problema más grande, no tenía ninguna razón para seguir viviendo.
El día que se la llevaron para intentar arrancar a su hijo de sus entrañas ni siquiera había podido hablar con ella. La vio subirse, desde lejos, en el flamante automóvil que el señor había adquirido en la capital. Aquella máquina ruidosa y antinatural que espantaba a los animales y producía un humo horrible. Corrió a través de los campos pero el cereal estaba muy alto y aquella maldita máquina era rápida, demasiado rápida. No volvió a verla más, y cuando llegó a sus oídos que había fallecido y que el señor tenía pensado liquidarle a él como culpable de todo huyó. Cruzó el bosque hasta que se encontró con la roca viva de la montaña. Buscó una zona por la que cruzarla pero, al llegar la noche todavía podía ver las luces de la casa grande. Una cueva húmeda y oscura le proporcionó refugio. Esa noche tuvo tiempo de pensar en lo que sería su vida a partir de ese instante. Una vida de permanente huida pues el señor no descansaría hasta darle caza, una vida sin aspiración ni sentido porque Clara ya no estaba, una vida de odio hacia quien había propiciado su muerte y la de su hijo. Decidió que se quedaría allí unos días, esperando a que todo ese revuelo inicial se apaciguara y la búsqueda fuera llevada con algo más de calma. Observaba desde lo alto, agazapado, como las batidas le buscaban sin muchas ganas por bosques y prados de hierba alta. Un par de semanas más tarde todo ese bullir frenético se había ido diluyendo. Una tarde, hambriento, bajó hasta su molino, comió manzanas que robó de los árboles del señor y esperó con paciencia infinita a que cayera la noche agazapado entre unas rocas junto al río.
La luna era una gran bola rojiza ligeramente empañada por unas finas nubes que observaba todo desde lo alto. Se deslizó por entre los cultivos de cereal hasta que el pazo del señor Guzmán estuvo a unos doscientos pasos. Conocía el pazo a la perfección y conocía las costumbres del señor. La luna había quedado oculta tras las nubes hacía un buen rato y antes de que lograra llegar al muro exterior comenzó a llover con fuerza llenando de barro y charcos todo a su alrededor. La oscuridad tan solo se veía rota por la temblorosa luz que procedía de las ventanas de la casa y de cuando en cuando, por un relámpago que cruzaba el cielo tras los bosques. La tormenta se acercaba y sus pies mojados chapoteaban sobre los charcos y el barro del camino, pero la misma lluvia que los formaba, con su sonido constante ocultaba sus pasos. Trepó por el muro con sigilo, sintiendo el dolor y el frio en sus manos al aferrarse a la piedra dura y mojada. Una vez dentro se deslizó pegado al muro hacía el cobertizo donde guardaban habitualmente el automóvil. Ese día no estaba allí, lo habían dejado en el centro del patio empedrado. Quizá la lluvia los había cogido por sorpresa al igual que a él. Se ocultó tras unos sacos de harina. Tenía mucho frío y el odio se combinaba en esos momentos con el temor a ser descubierto antes que lograra tener al señor frente a frente. Había ensayado el discurso cien veces mientras estaba en el bosque. Lo había retorcido y retorcido cada día más mientras lo soltaba como un murmullo tenso mientras hacía cualquier cosa. Minando su estado de ánimo hasta una creciente enajenación en la que su objetivo vital era acabar con aquel hombre tras decirle todo lo que pensaba. Hablaba solo incluso cuando dormía, revolviéndose en su rústico jergón de ramas, musgo y hojas secas. Su mente estaba a punto de llegar a un lugar del que ya no saldría.
Avanzaba la lluviosa madrugada cuando el último de los hombres se fue a dormir a una de las edificaciones separadas del núcleo central que formaban la casa y un par de cobertizos grandes. El molinero aguardaba en su escondite a que llegara la mañana y el señor, según solía hacer los lunes temprano, bajara al pueblo en su automóvil para ir al mercado. Para su sorpresa y suerte, el primero en salir ese día fue el propio señor, y además, a unas horas poco habituales.
El señor Guzmán, cansado de dar vueltas en la cama sin ser capaz de pegar ojo acercó su rostro a la ventana de su habitación. La tormenta estaba prácticamente encima y los rayos había prendido fuego en una zona alta de la montaña. Se dio cuenta en ese instante de que había dejado su vehículo a la intemperie. Se calzó sus botas sin atarlas y se cubrió con su abrigo para bajar él mismo a meter el auto en el cobertizo. Ya era demasiado tarde para despertar a Ricardo, su hombre de confianza, al que había tenido despierto casi día y noche organizando la búsqueda de aquel maldito molinero. Al salir a la empedrada plaza y sentir el aguacero sobre él se sintió más afligido y triste si aquello era humanamente posible. La pérdida de su hija durante la operación era más de lo que su corazón podía soportar. Se sentía culpable por haber sido tan permisivo con aquella amistad entre Clara y aquel huérfano al que había aceptado cuidar el molinero. Quizá la lástima que sintió por aquel chico cuando él mismo le encontró a los pies de un roble en una de sus cacerías le impidió cortar de raíz todo aquel asunto tan escandaloso y desagradable para su familia. Se sentía miserable. Su hija le había dicho en muchas ocasiones que quería a aquel muchacho y él no la había tomado en serio hasta que fue demasiado tarde. Su primera reacción fue intentar salvar el honor de la familia y alejar a su hija de allí pero todo salió mal. Quizá porque ella quería tener a aquel niño pues pensaba que sería suficiente para que vieran al molinero de otra forma. Quizá porque no quería alejarse de él. Cuando todo se complicó y sufrió aquella terrible hemorragia no fue capaz de recuperarse. Puede que ya no tuviera ánimo para seguir viviendo. ¿No era él culpable de todo ese sufrimiento? Había intentado capturar al chico por puro despecho, como venganza por algo que en lo más profundo de su alma sabía que él mismo había provocado. Luego había asumido su error e incluso había sentido vergüenza por sus actos.
Se sentó en el asiento empapado y encendió el vehículo. Se encaminó lentamente hacia el cobertizo, iluminando los sacos y herramientas con los faros. Aparcó y se quedó allí sentado. Sentía una rabia sorda aflorando desde el fondo de su corazón. Rabia contra todo y contra nada. Se sentía simplemente desgraciado e impotente pues lo que había pasado no podía solucionarse. Las lágrimas se mezclaban con el agua que descendía de su pelo gris empapado. Se agitó en el coche, histérico y golpeó con el puño cerrado el volante una y otra vez.
El ruido de golpes le espoleó e hizo que abandonara el letargo y entumecimiento de sus piernas al permanecer oculto tras los sacos. Se acercó al vehículo rodeándolo por detrás hasta llegar junto a la puerta del conductor. Allí estaba el señor Guzmán. Parecía ido. Como si no estuviera realmente allí. El molinero se irguió frente a la puerta, a una distancia de un par de pasos. Desde allí pronunciaría su tantas horas estudiado discurso, ante el hombre que había destrozado su vida y su futuro.
El señor Guzmán percibió una sombra a su derecha. Nublada su vista por las lágrimas se frotó los ojos con las mangas de su pijama mojado. Era aquel pobre chico el que estaba frente a él. Sintió una mezcla de terror y lástima, al fin y al cabo, la pérdida de su hija les había destrozado la vida a ambos. Abrió la puerta del coche e hizo ademán de levantarse pero la manga del abrigo que llevaba sobre los hombros se quedó atrapada en una de las palancas. Dio la espalda al chico para desengancharlo pero en cuanto se volvió de nuevo hacia este y vio sus ojos rojos desencajados y henchidos de odio solo le dio tiempo de empezar una frase “hijo…”
Un objeto metálico cruzó ante él como un rayo una y otra vez. Sintió el sabor de la sangre invadirle la boca y cómo era incapaz de coger aire o gritar. Vio como todo se teñía de un color oscuro mientras, tras el chico, los rayos iluminaban un cielo inmisericorde y negro como su destino.


El sol había caído tras el horizonte dejando tras de sí un cielo rojizo anaranjado sobre la silueta oscura de los bosques de pinos. El molinero seguía encerrado en aquel cuarto, cada vez más hundido en su ánimo y consciente de que el momento de su ejecución estaba ya muy cerca. Durante esos pocos días de dolor y encierro había tenido tiempo para reflexionar sobre todo lo que había sucedido. Recordaba sobre todo la mirada del viejo señor Guzmán justo antes de clavarle el gancho en el cuello. No había intentado zafarse, tampoco pelear. Parecía afrontar su muerte complacido. Como si ya estuviera muerto en vida. No vio rabia en su rostro sino lástima y dolor. Pero, ¿lástima por él mismo o por el hombre que le estaba arrebatando la vida? Ese pensamiento se retorcía una y otra vez en sus entrañas como un parasito inmenso ocupando todo el espacio disponible, llegando incluso, por momentos, a oprimir de tal forma su diafragma que impedía su respiración. Aquel hombre era el responsable final de todo lo que había ocurrido pero, ¿no sufría también él las consecuencias? El molinero siempre había sido consciente de la situación y había hablado con Clara muchas veces de lo inapropiado de su relación a los ojos de su familia, pero ella no estaba dispuesta a renunciar. Parecía disfrutar desafiando constantemente a su familia y sobre todo a su padre, que ya la había castigado en varias ocasiones sin salir de casa durante semanas.
Ahora era consciente de lo egoísta que había sido en todo momento pues, queriendo como quería a aquella mujer, debería haberse apartado de ella y dejar que todo fluyera por los cauces normales. Hablaron muchas veces de ello pero jamás había tomado una posición firme sino que en cuanto ella se enfadaba ligeramente volvía a seguirle la corriente. Quizá por capricho y cabezonería de ella, quizá por la debilidad de él. El resultado había sido nefasto para todos. Sentía lástima del señor pues desde siempre se había portado bien con él, aunque era ya tarde para ello. Sentía lástima por Clara, tan vital y hermosa… y tan joven. Sentía lastima por los hombres y mujeres que tendrían que vivir bajo el yugo del nuevo señor. Y sentía lástima por él mismo. No por la muerte dolorosa que le esperaba a la mañana siguiente sino por todo lo que había hecho y provocado con su actitud cobarde, egoísta y violenta. Dos lágrimas recorrieron su rostro contraído en una mueca de dolor. Un espasmo, una convulsión. Su rostro lívido y amoratado como una máscara grotesca. Sabor a sangre en la boca. Puños apretados de nudillos pálidos.


El domingo, cuando llegó el alba, los hombres del señorito con él a la cabeza prepararon todo para el traslado del molinero al pueblo para su ajusticiamiento. El sol asomaba tras las montañas del este anunciando un día sin atisbo de nubes en el cielo azul pálido. Todos los criados, jornaleros y los hijos de estos, incluso los más pequeños, se habían puesto sus mejores ropas para asistir a la iglesia y también para ver obligatoriamente cómo recibía aquel muchacho su castigo. Todo estaba listo. El carro en el que lo transportarían aguardaba en la plaza con el gran caballo negro de tiro amarrado y dispuesto. Un grito que procedía del cobertizo cerrado donde estaba el chico dio la voz de alarma, la gente se arremolinada en el patio sin saber que era lo que pasaba. El señorito se habría paso a empujones entre la gente. Ricardo, hombre de confianza de su padre, salió corriendo en su busca “¡señor, señor!” Cuando llegó a su lado, los labios le temblaban ligeramente y los ojos tristes y asustados miraban al suelo.
Todo se detuvo por un instante. Los hombres y mujeres que se arremolinaban entorno a ellos se fueron dispersando con un murmullo que se diluyó cuando en el patio solo quedaron los dos.

El señorito apretó con rabia los puños, sintió deseos de azotar a Ricardo pero se contuvo. Le apartó de un empujón y se dirigió a la puerta del cobertizo. Allí estaba aquel pobre chico tumbado sobre un costado, con la boca abierta y la barbilla manchada de un color rojo oscuro. Había una mancha del mismo color en el suelo de tierra dura. Las moscas campaban a sus anchas por doquier. Se acercó un par de pasos pero no más. Lo observó durante un instante. Su idea de ajusticiamiento público ejemplarizante se había ido al traste. Su familia se había roto y por primera vez sintió el peso de su destino. Nunca había prestado atención a la gestión de las tierras y no tenía idea de cómo funcionaban las cosas por allí. Giró sobre sus pies y salió al patio. Ricardo le observaba con rostro sombrío. Era su hombre.

miércoles, 12 de agosto de 2015

XORNAL XXI

A partir de septiembre colaboraré con el mencionado medio escrito con una sección llamada FOTOS DE ARQUIVO. Serán unos pequeños textos que describirán situaciones y personajes desde una perspectiva particular.